Alejandro Moreno

DESCUBRE UN UNIVERSO DE EMOCIONES Y PALABRAS

Biografía

Escritor y lector ávido. Inicié de lleno en este mundo alrededor de los quince años, cuando me regalaron algunas novelas clásicas de Julio Verne (“Los hijos del capitán Grant”, “Vuelta al mundo en ochenta días”) y algunas otras muy reconocidas también (“Juan Salvador Gaviota”, “Alicia en el país de las maravillas”, “El principito, etc”). Desde entonces me dedico de manera autodidacta y regular al fascinante mundo de las letras, influenciado ante todo por autores como Stephen King, Agatha Christie, H. P Lovecraft, Charles Bukowski, Horacio Quiroga, Franz Kafka, Guy de Maupassant, Ernest Hemingway, entre muchos otros, cuyos estilos y resonancias literarias han dejado honda huella en mí y me inspiran a seguir creciendo como autor. Después de escribir unos cuantos libros de poesía, compuse mi primera novela de ficción llamada “El Chico de la Esclerótica roja”, una historia de las vivencias de varios huérfanos y los profundos misterios que se esconden en el corregimiento “La Frondosa”, donde las apariencias engañan y las sombras están constantemente al acecho, aunque no lo parezca. Por cierto, te invito a leerlo; es un libro bastante entretenido.

He estado enganchado a este mundo incluso desde hace mucho antes de tener uso de razón. Comencé a leer regularmente desde los cuatro años cuanto material caía en mis manos: cartillas didácticas, libros de cuentos infantiles, libros típicos de la región que hablaban sobre mitos y leyendas, escritos por autores locales. Definitivamente, una infancia que volvería a vivir una y mil veces. Por lo demás, fueron tiempos divertidos, llenos de entusiasmo y la innata curiosidad de la niñez, donde también me abstraía en una larga lista de actividades, como jugar al yoyo o a las canicas, aventurarse con otros niños en montes y parajes lejanos en busca de misterios o frutos exóticos. Y para sorpresa nuestra, ni los padres ni los profesores se enteraban de tales andanzas. Supongo que las buenas notas, el buen comportamiento y la quietud de la vereda de entonces se prestaban para ello. Éramos catorce o quince niños enérgicos, llenos de vida, y todos nos la llevábamos bien a pesar de alguna que otra diferencia o disgusto acentuado. Y entre esos catorce o quince niños cuatro (dos féminas, dos varones) eran primos míos. Subía diariamente con ellos por una empinada montaña rodeada de casitas campestres, incontables senderos, hectáreas de café alto y bajo, más casas y sendas y una carretera destapada cubierta de maleza amarillenta y unas particulares matas que echaban un pequeño fruto morado comestible, al menos para nosotros. Era una travesía dura, de unos ocho o nueve agotadores kilómetros, pero lo encarábamos con excelente actitud, convencidos de que algún acabaría y todo valdría la pena cuando fuéramos profesionales en algo (una creencia más que nos habían inculcado, en parte como resignación por el duro destino que les tocaba afrontar a nuestros padres, familiares y conocidos). Naturalmente no pensábamos en el futuro ni en el orgullo que seríamos para otros, sino en vivir, en disfrutar el momento (algo que se olvida o se pasa por alto una vez adultos, a mi modo de ver). Cogíamos mangos verdes o mandarinas, jugábamos a escondernos y a buscarnos en los cafetales, nos contábamos historias de fantasmas bajo la sombra de algún árbol, mientras el viento nos revolvía los cabellos y nos secaba el sudor resultante de aquellos bochornosos días. Como era de esperar, a veces también nos ocurrían incidentes extraños. Tres primos afirmaban, por ejemplo, que un duende los perseguía por un camino serpenteante para “envolatarlos”, y lo peor era que dizque ellos podían verlo; un señor muy bajito, feo y rechoncho, del tamaño de un gnomo, con gorrito rojo, zapatillas negras y ropa colorida. Ni yo ni los niños con quienes me juntaba les creíamos, desde luego; sonaba a fantasía, a puro cuento, más allá de que realmente sí parecían nerviosos y todo, pero la cosa nunca pasaba del murmullo, y en un mundo donde los hechos valen oro las palabras sin respaldo a menudo son inadvertidas, como frases inconexas de un libro fantástico de autor desconocido. Aun así, cuando bajaba solo por los caminos después de salir de la escuela, a veces no podía evitar mirar atrás por si veía algún duende o alguna otra criatura mitológica. Las invenciones me habían vuelto paranoico; cada vez que se resbalaba una piedra o se rompía un chamizo, me volvía rápido, regresaba la cabeza al frente y aceleraba el paso hasta llegar a campo descubierto, donde por fin vislumbraba el techo de mi modesta casa. Y así fue durante un tiempo hasta que viví en carne propia una experiencia perturbardora que me marcó a mí y a los primos con quienes solía andar. Era una mañana fría y nubosa y subíamos por un camino distinto al que acostumbrámos recorrer, cerca de una cancha de tierra que en semana se hallaba totalmente vacía, cuando de pronto oímos el llanto de un bebé por el denso cafetal que lindaba con la cancha, un llanto seco, audible y poco prolongado que resonó en nuestros oídos y nos hizo transformar las caras en una fea mueca de inquietud y espanto apenas nos dimos cuenta de que por allí no debía haber nadie, absolutamente nadie, salvo la brisa que mecía las ramas de los cafetos y el techo de un destartalado rancho donde hacían reuniores y jolgorios que estaba punto de zafarse. Hasta ahora no sé si el entorno, la perspectiva o la vivaz imaginación que disponíamos nos jugó una mala pasada, o si por el contrario se trató de algo real, de algo espeluznante que tiene lugar en sitios solitarios y amilana a quienes transitan cerca, quizá muy cerca de su foco de actividad.

Años después, cuando inicé la secundaria en el corregimiento La Cámara, al otro lado de la vereda en la que vivía, también perteneciente al municipio de Salgar, utilicé mis conocimientos literarios y esas influencias “sobrenaturales” para componer mis primeros relatos. El resultado fue horrible, una pésima imitación del estilo de Julio Verne, y francamente consideré abandonar la escritura, mejor dicho, sustituirla por el microfútbol, donde destacaba por ser un buen defensor (éramos un excelente equipo, por cierto, y alguna vez fuimos campeones en el campeonato colegial. Sin embargo, cuando disputamos los Intercolegiales, lamentablemente perdimos el partido de ida y vuelta con un equipo muy bueno de Salgar, creo que 12 a 3). Más adelante hice las paces con la escritura y comencé a escribir en serio, esta vez con un estilo pulido y maduro. Estaba en grado once, tenía algunos amigos y por primera vez en la vida contaba con la posibilidad de ganar una beca para estudiar lo que quisiera. Pero no lo logré. Los resultados de las Icfes fueron desastrosos, y todas las miradas de esperanza huyeron de mí. De todos modos, los estudios no eran lo mío. En parte por falta de recursos, en parte por apatía y falta de motivación. Pocas cosas me interesaban tanto como la escritura y la lectura a decir verdad. Podía pasar días enteros escribiendo y leyendo en sitios apartados de casa sin ningún problema. El tiempo se detenía. El estrés, los problemas y los percances menores dejaban de existir por unas horas. Solo me acordaba inevitablemente de ellos cuando no tenía lápiz y papel a mano. Así, con el transcurso de los años y mucha paciencia, práctica, errores y tesón escribí los siguientes libros inspirados en el campo, incontables experiencias personales y lecciones de vida:

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La literatura es un vasto y apasionante universo que abarca temas tan variados como la exploración de la condición humana, los dilemas éticos, los paisajes imaginarios y las corrientes filosóficas. A través de sus páginas, los autores nos invitan a reflexionar sobre el amor, la muerte, la identidad y el poder, entre otros temas, mientras nos transportan a mundos reales o ficticios que desafían nuestra percepción de la realidad. Además, la diversidad de géneros literarios, como la ciencia ficción, el realismo mágico, la poesía o la novela negra, permite que cada lector encuentre un rincón donde conectar profundamente con sus emociones e inquietudes. Eso sí, no es un mundo tan sencillo y fácil de acceder como parece. Requiere algo más que compromiso y determinación: pasión. La pasión es el eje principal con el que se puede disfrutar de este maravilloso mundo en toda su plenitud.

Tengo 25 años, soy antioqueño de cepa y actualmente me encuentro trabajando en otra colección de poco más de una docena de relatos y leyendo un libro tras otro, en la comodidad de un apartaestudio ubicado en un pueblecito de Antioquia, alternando con el oficio de operario de confección, el ciclismo y las excursiones.

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¡Hasta pronto!



«Como no me he preocupado de nacer, no me voy a preocupar de morir»
F. Lorca.